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Autor: Boris Vian
No hay forma de escapar puede leerse cuando menos de 2 maneras: como una novela policial con todos y cada uno de los ingredientes del género o bien como un particular trabajo colaborativo entre Boris Vian y Oulipo, el conjunto de literatura potencial francés natural de mil novecientos sesenta, un año tras la muerte del autor.
Nos ubicamos en la década del cuarenta, en una urbe del interior de los U.S.A.. Frank Bolton retorna de Corea con el cuerpo tullido: perdió la mano izquierda en combate y se la sustituyeron por una incómoda prótesis de acero. Aún lo avizoran los espectros de las matanzas ocurridas allá. Cuando llega a la mansión de su familia, lo sacude la nueva del asesinato de su primera novia. Pronto se van a ir sumando otras víctimas, tal y como si alguien se hubiese cebado con las personas esenciales de su pasado. Acompañado del excéntrico y afeminado investigador privado Narcissus Rose y de una galería de personajes de la temporada, rodeado de turismos de gran lujo, bourbon y mucho jazz, Bolton trata de hallar al culpable y, entre tanto, va contando en primera persona de qué manera la guerra hizo mella en su vida y en la sociedad de su tiempo.
Boris Vian llegó a escribir 4 episodios y a abocetar una sinopsis ya antes de dejar inconclusa esta novela. El proyecto, equiparable a la serie de policiales negros que mismo firmó con el pseudónimo de Vernon Sullivan como Escupiré sobre vuestra tumba y Que se mueran los feos, quedó archivado por años en una carpetita al cuidado de su viuda. Múltiples décadas después, los escritores de Oulipo recibieron el manuscrito y lo concluyeron con un resultado deslumbrante. Acá está el estilo propio de Vian, con su humor ocurrente y muy elegante, continuado por quienes más cerca se sienten de su legado y traducido al de España por Eduardo Berti, único miembro argentino del conjunto. Aparte de añadir acciones, personajes y guiños a otras obras, Oulipo festeja y reanuda el ritmo y el suspenso propuestos por Vian. El efecto de lectura es notable: la voz se recrea con tal habilidad que no sabemos a quién o bien a quiénes leemos, lo que prueba que la literatura puede ser un juego colectivo y estimulante.